domingo, 14 de mayo de 2023

 MUROS

 

Algunas veces lo hablamos, y aquel verano queríamos intentarlo. Lo de la distancia lo solucionábamos con llamadas de teléfono, cartas de vez en cuando y algún viaje ocasional.  En cuanto al carácter, los dos éramos absolutamente iguales: igual de despistados en nuestro hogar e igual de perfeccionistas a la hora de realizar nuestro trabajo, con una elevada sensibilidad para lo malo y para lo bueno, e igual de cariñosos con los animales. Pensamos que una comunicación màs cercana y el vivir día a día terminaría por unirnos, y fue por eso que emprendí el camino hacia Portland, pero esta vez se me hizo màs largo de lo normal, a causa de la impaciencia por verla.

Para esta ocasión habíamos trazado planes. Por mi parte, era un viaje solo de ida, dado que tenía la seria intención de trabajar, establecerme allí y estar junto a Meg, y así dar por finalizadas tantas cosas: las jornadas de trabajo sin contrato en la antigua carpintería, el ser vìctima de las decisiones de los demás y una vida solitaria. Por su parte, el de superar los miedos a viajar en avión y comprobar que solo era una opción màs para viajar, como solía insistirle Patty Bardot, la cariñosa vecina rubia que había emigrado de la Vieja Europa para no tener que volver a soportar las repetidas infidelidades de Damon. Meg y ella eran inseparables, y siempre que podían, iban juntas a la compra, o a pasear por el parque con sus perros, o a casa de alguna de las dos, para disfrutar de un café y una buena charla. Fue en una de esas ocasiones cuando Meg se dio cuenta de que Patty no había tenido demasiada suerte, pues su pareja, Fatty, no hacia el menor caso del matrimonio, como aquella vez que en la comida del día de Acción de Gracias vino su familia europea y Fatty dijo que le disculparan, que a pesar de ser festivo tenia que ir a trabajar. En realidad, así pasaba la mayor parte del tiempo, inventándose compromisos para no tener que estar con ella, amèn de las visitas diarias a la taberna de Joe, en las que siempre tenìa sobre el mostrador la botella de bourbon. ¿Tiene dos maridos similares? Aquí`me confundo un poco.

Llegué al anochecer cansado de conducir, tras haber atravesado el Missouri y el parque de Yellowstone, donde me atrajo la interminable frondosidad de los árboles, y pude ver a algunos turistas que probablemente se dirigirían a Yosemite Falls, esas gigantes cascadas que recuerdo desde que era pequeño, pero lo que me llamó la atención fue ver algún que otro ciervo correteando por entre sus bosques, lo que me reconfortò durante el viaje y simbolizó, de alguna manera, la búsqueda de libertad individual que tanto añoraba. La sensación duró hasta que lleguè  a casa de Meg, al anochecer. Aparquè el coche enfrente de su casa, y antes de que pudiera atravesar el jardín, oí los ladridos bulliciosos de Beauty y Linda, dos pequeñas hembras de Yorkshire, y Rocky, un bello ejemplar negro de Schnauzer, y tras haber abierto la cancela de la verja, vinieron y comenzaron a saltar sobre mìAl poco apareció Meg en la puerta de su casa, con una sonrisa de bienvenida, y fui a saludarla, mientras los perros continuaban saltando a mi alrededor. Me hizo entrar, y ya en su casa, nos sentamos en el espacioso tresillo del comedor, y Beauty se sentó sobre su regazo, mientras Linda se acomodó en una silla y Rocky lo hizo en el suelo. Al lado había una mesa donde ya tenìa preparada la cena, un buen plato de carne asada que no tardé demasiado en comerme. Después nos sentamos con un café frente a la chimenea, y hablamos de nuestros proyectos. Meg me sugirió habilitar un lugar en la casa como taller.

-        La habitación de arriba serìa ideal- dijo- Tiene un buen ventanal y además es ancha y espaciosa, lo que te permitiría espacio para disponer de todas las herramientas.

-        Ya veremos, Meg- dije, pero la verdad es que me gustaría encontrar un sitio donde no tuviera que molestarte. Por otra parte, ahí guardas todos tus recuerdos. Son parte de ti.

-        Pero ,Carl, podría ponerlos en otra parte de la casa. Algún sitio encontrarè.

-        No te preocupes, Meg. A partir de mañana empezaremos a mirar en el periódico local, en la sección de anuncios, o simplemente apuntando los números de teléfono que encontremos dando un paseo.

Así hicimos, pero no encontramos nada que nos satisficiese. También aprovechamos la mañana para mirar en las agencias de viaje y ver los paquetes turísticos ofertados, de modo que alguno pudiera gustarle a Meg para su primer e ilusionado viaje. Al final se decidió por la costa de California, y parecía realmente ilusionada.

En los próximos días estuvimos haciendo planes, mientras nos entreteníamos en el porche, sentados en las hamacas, mirando los catálogos de viaje.

-        Mira, el Golden Gate, Carl. Recuerdo que de pequeña fui una vez a California con mis padres y me causò una agradable sensación porque me parecía interminable, y no se me olvidan los paseos que dábamos para disfrutar de la Bahía de San Francisco. Fue en aquel verano en el que nos conocimos, ¿te acuerdas?Me perdí nuevamente…¿lo conoció de pequeña?

-        Me acuerdo. Y también acabo de acordarme de que dos años después fuimos al parque de Yosemite, uno de los parajes más increíbles que aun recuerdo, y no se me han olvidado nunca esos osos que empezaron a venir detrás mío por culpa de esos productos cosméticos que llevaba en el bolso.

-        ¿Sabes donde podíamos ir esta vez? A la playa de Venice. No es tan bonita como la de Santa Mònica, pero es amplia y tiene un montón de puestecillos y lugares para picar algo.

-        Y también podíamos ir a San Francisco, y allí desplazarnos en los tranvías, esos que van arrastrados por un cable que va bajo tierra. Además, nos serà útil para desplazarnos, pues la ciudad està llena de colinas.

-        Sì, será un viaje muy agradable, Carl. Me siento muy ilusionada.

-        Mira, Meg. ¿Has visto el cielo? Parece un manto azul interminable, lleno de estrellas que parpadean. Podíamos quedarnos incluso a dormir aquí.

-        Eh, ¿ te has dado cuenta? ¿No ha sido eso una estrella fugaz?

-        Andaba distraído, Meg, pensando en los momentos buenos que nos esperan.

-        Pues yo sì la he visto, y he pedido un deseo.

Al rato comenzó a hacer frío, y entramos en casa. Ambos nos sentamos en el tresillo, pero al poco Meg se levantò, y comenzó a dar vueltas por la habitación, nerviosa.

-        ¿Qué es lo que te pasa, Meg?- pregunte.

-        Nada, que esto no va a salir bien. En absoluto.

-        No te entiendo, Meg. No sè lo que quieres decir.

-        Que esto no va a resultar- y entonces se paró delante de mi- Seamos sinceros, en realidad no tengo ninguna gana de montar en avión, ni mucho menos ir a California. Para eso están el autobús o el ferrocarril y no tengo necesidad de pasarlo mal. Y por otra parte, tú no tienes ninguna intención de venir a trabajar aquí.

-        Eso no es verdad, Meg. No tienes razón.

-        Estoy siendo sincera, Carl- y a continuación se sentó en el sofá, mirándome cara a cara- Tu no vas a cambiar de estado porque entre otras cosas tienes a tu madre, tu perro, y hace poco que terminaste de pagar la casa. Por otra parte siempre dices que vas a hacer cosas, y al final, nada. Y no le veo ningún sentido en complicarse la vida cuando ya la tienes resuelta.

-        ¿Y tu viaje? ¿Qué hay de tu viaje?

-        No quiero saber nada de mi viaje. Sobre todo cuando, como te he dicho antes, puedo hacer ese recorrido en tren o en coche, que me es màs cómodo. Tarda un poco más, pero da igual.

-        De acuerdo, Meg. Es verdad lo que dices, pero también has dicho que te gustaría tanto venir a Cleveland y nunca vienes.

-        Carl, tu puedes hacer lo que te dè la gana- dijo Meg, empezando a llorar- y yo también. Creo sinceramente que esto no va a salir bien y lo digo en serio. Por eso mañana deberías irte para Cleveland, y créeme que te deseo mucha, mucha suerte.

Me sentí avergonzado de decírselo.

-        Te quiero, Meg.

-        Yo también te quiero, Carl- dijo, tendiéndome los brazos.

-        Nunca lo olvidarè , Carl- La chimenea, el paseo por la ciudad, los perros, la estrella fugaz, la conversación. Me ha sido de ayuda. Gracias. Oye, ¿me escribirás, verdad?- dijo, mirándome a los ojos.

-        Te escribiré, claro que sì. Las cartas más largas que jamás hayas recibido.

-        Las leeré encantada.

Después me dijo adiós con la mano. Se la llevò a la boca y volvió a decirme adiós. Le correspondí. Arranque el coche y me alejè, hasta que Meg  fue  un punto en la lejanía.

Al anochecer lleguè a casa. Metí el coche en el garaje. Entrè en la casa, y apenas me quitè el abrigo, me senté en el sillón y llamé a mi madre para decirle  que había venido. Después comencé a soñar con la idea de establecerme por mì solo, o aceptar la propuesta de trabajar sin contrato en la carpintería antigua.

HOMBRE PEZ


Con una amplia sonrisa camina por la acera atestada de gente de Wall Street, de camino hacia su trabajo. Hace tiempo ya que sus branquias se adaptaron a la vida de la metrópoli, y allí suele cruzarse con los tiburones de la Bolsa, ejecutivas con traje y corbata, y algún que otro desheredado pidiendo limosna.

Después tuerce en la esquina de Lexington, donde saluda al hindú Abani- el del puesto de perritos calientes-, al que saluda con su cabeza de pez y sus enormes y vítreos ojos. A partir de ahí, se dirigirá autómata hasta el pequeño cubículo de su ordenador. Hasta la tarde, hará balances, procesará datos, y hasta es posible que al salir alguna de las empleadas le invite a cenar. Pero él, en cambio, volverá a su casa del muelle. Porque allí se quitará toda la ropa, y bajo las aguas del mar, mitad humano, mitad pez, entregará su torso alargado y comprimido a las anémonas, que lo abrazarán amorosas hasta el día siguiente, en el que volverá al trabajo, con una amplia y destacada sonrisa.

 

 

 MARIOLA


Que dirá Mariola cuando lo sepa, que dirá, debe haber sido la anemia, seguro, ha sido por eso que he trastabillado para caer al suelo con mis ciento diez kilos, como si fueran un montón de tierra. Nadie me va a creer, nadie, pero esta margarita me ha hecho caer, en serio, cómo explicarlo, ha sido cuando volvía a casa buscando el sueño de los justos, después de una jornada extenuante, y esa flor, que venia creciendo desde hace tiempo en el callejón, que nadie se lo creía pero ahí está, me ha hecho perder el control, créanme, a quien se lo cuente no se lo cree, me ha aplastado con sus pétalos, sépalos, pedúnculos y apenas puedo moverme, hago pequeños y vanos intentos con los dedos índice y anular que se quedan en eso, en nada;  por otra parte, las pupilas hacen esfuerzos y se mueven desesperadas, que se puede hacer, nada, absolutamente nada, sólo esperar.

Si, esa flor que salió en los periódicos-¡una flor en una acera!- y en la televisión, y aquí era donde los reporteros la tomaban esos planos, uno a la izquierda, otro a la derecha, en el centro, un contrapicado, algún detalle de los estambres, la gente se fotografiaba con ella, todo para resaltar las bondades de la margarita, que la vi hace algunos días en el telediario de las tres, justo al final, después de los incendios. Los dos lo vimos, Mariola y yo, no dijimos nada y seguimos comiendo como si nada.

Lo de su crecimiento empezó hace ya algunos meses, al poco de que se declararan los incendios en buena parte del país, y es que los hubo acá y acullá, en el norte y en el sur, en el este y el oeste; la península parecía estar en manos del infierno, del mismísimo Belcebú, y a raíz de aquello se movilizaron los bomberos y buena parte de los pueblos de alrededor para colaborar en las extinciones, pero que va, al final todo quedó como si hubieran resucitado Atila y los hunos, todo negro, todo desolación, pero menos mal que a la ciudad no llegó, menos mal.

Con el paso de los días siguió creciendo. Qué tendría aquella flor que crecía, ella solita, abriéndose paso entre el cemento, elevándose como quien no quiere la cosa, paso a paso, quien lo diría, a través de la grava y el alquitrán, a pesar de los incendios, pero mírala, una flor, el ser mas delicado, atravesaba los muros que construye el hombre, paso a paso, inaudito. Si llegó hasta el primer piso.

Qué estará pensando. Ya debería estar, trabajo extra, “no es la primera vez que se queda una hora después, el trabajo es asi, pero está tardando mas de lo normal, debe de ser algún inventario, o el metro en obras, alguna cosa de esas, pero en fin, ya llegará”, habrá dicho mientras recalienta la cena y ve el telediario de las nueve, en el que habrán vuelto a repetir las noticias, y después habrán vuelto a repetir lo de la margarita, ella, tan alta y delgada como su madre, ella la protagonista, la flor de la acera, que está en boca de todos.

Dios aprieta pero no ahoga, tranquilo, no debo preocuparme, es solo una mala noche, otras veces también ha habido niebla, por ahí también pasan cosas terribles, hasta cuando me tendrá aquí la flor. Quizás hasta que sea de día, es mas que probable. ¿Por qué a mi? no se que tiene que ver conmigo, un trabajador, gente de la calle, un anónimo, si yo lo que hago es trabajar, comer y dormir. Mi vida es la de aquel, la del otro es igual que la mía, trabajar, comer, dormir, que otra cosa se puede hacer sino descansar en casa y trabajar, comer, dormir, ver la televisión, hogar dulce hogar, que luego pasan cosas y al menos en casa uno se siente seguro, y al día siguiente trabajar, comer y dormir.

Ni una ambulancia, ni un coche de policía, nadie. Todo apunta a  que estaré aquí, David encima de Goliath, inaudito, la pequeña flor derrumbó al hombre y el frío de la noche ha traspasado incluso los zapatos y los calcetines de lana, y hacen amagos por moverse, las piernas y el torso titilan, las pupilas de los ojos se elevan en señal de suspiros, los dedos de las manos intentan  raquíticos movimientos. No sé a cuento de que ha pasado, yo venia de trabajar, parecen avisos del mas allá, el lenguaje imperceptible de la naturaleza que siempre está ahí y nadie la ve, algunos se preocupan, que se yo, el caso es que ha pasado y nada mas se puede hacer.

Que hora puede ser, no lo se, quien va a venir, nadie, nadie, y mas en esta noche de perros, a esta hora, mira que debe ser ya tarde, todos aletargados en sus dormitorios hasta la mañana siguiente, salvo Mariola, que andará desvelada, con la cabeza apoyada en uno de los orejones del sofá. “Donde estará, donde estará,  si ya llamé a la oficina y me dijeron que salió algo cansado”, pensará. “La anemia, seguro, mira que hoy no vino a comer y además se le olvidaron las pastillas, y encima ahí, trabajando, trabajando, hasta que el cuerpo aguante”. Que se puede hacer, nada, nada, esperar, solo esperar, somos así, quien nos va a cambiar a estas alturas de la vida, a lo mejor una margarita, no lo sé, quien, quizás alguna experiencia cercana a los pasadizos de la penumbra y a partir de ahí seguir, los incendios que lo arrasaron todo y la naturaleza que se regenerará al cabo del tiempo. En cuanto a mi, soy un montón de tierra esparcido por el suelo que no hace otra cosa que esperar, esperar, esperar. Me pregunto que dirá Mariola, me lo pregunto.

 CONTADO COMO HEMINGWAY


-Mira, mira, ya se lo trae el camarero-dijeron los muchachos de la ropa harapienta al unísono, desde la calle, pegados a la cristalera del bar.

            - Què pinta tiene- dijo Pablito, sacándose la lengua por encima de la comisura de los labios, en ademán de saborearlo.

            - Se lo acaba de dejar sobre la mesa. Hoy le ha servido directamente de la sartén- añadió Luisa, con las manos pegadas al cristal.

Por la otra acera llegaba Lolo, casi corriendo. Se disponía a cruzar el paso de cebra.

            -  ¡ Venga, que llegas tarde!- exclamaron los dos.

            - ¡ Hala, cuànto aceite!- exclamó Pablito.

            - Ya lo creo. Va a disfrutar mojando el pan. Y es de los grandes.

            - ¿ Hace mucho tiempo que ha empezado?- preguntó Lolo.

            - Acaba de traérselo. Y está lleno de grasa, como todos los que se comió en los días anteriores.

            - ¡ Bien !

            - Y el de hoy es más gordo. Y bien doradito. Debe ser de avestruz, por el tamaño que tiene.

            - ¿ Pero que hace, por què se levanta? ¿ Es que no le gusta?- exclamó extrañado Pablito, al ver que el hombre se dirigía hacia la barra.

Apenas tardó unos momentos, el tiempo justo para pedir la sal. El hombre volvió a sentarse. Cogió el tenedor y lo pinchó un poco en el centro. Después arrancó un trozo de pan.

-        ¡Mirad como moja la miga, si le está chorreando!

-        Se me hace la boca agua. ¡Y còmo lo saborea! – soltó Luisa, con los ojos abiertos como platos.

-        ¡ Otra vez, otra vez! – dijeron los tres.

-        Hala, y ahora además moja en el aceite. Mira, Lolo, se está chupando los dedos. ¿Lo ves, Luisa?

-        Ya lo creo.

-        ¡Cuànta grasa! Si se le escurre en el plato, de tanta que tiene!- volvió a exclamar Luisa, con la boca y las manos abiertas, pegadas al cristal.

-        Esta vez  el trozo de pan es màs grande –añadió Lolo.

-        ¡ Eh, Lolo, Luisa, que no se lo va a poder meter en la boca!

-        ¡Sì, sì, mira, Lolo, mira còmo lo engulle, mira!¡ Jamás ha abierto la boca así!

-        Pues le gotea lo amarillo hasta la barbilla, ¿eh?-suspiraba Lolo.

-        Lo amarillo se llama yema- ratificó Luisa.

-        Hoy le ha quedado màs al centro. Otras veces está màs a la orilla.

-        Pues mi abuela dice que con vinagre están todavía màs ricos.

Los pequeños no cesaban de observarle. Desde hacia unas semanas el hombre trajeado solía ir a desayunar, y siempre se sentaba en la misma mesa. Los tres siempre solían pararse ahí, empapando de vaho la cristalera del bar con el aliento de sus bocas, mientras el hombre comía.

-        Se está comiendo lo blanco, Lolo.

-        Eso se llama clara- terció Luisa.

-        ¿ Pero eso está menos rico que lo amarillo, no?

-        Que no, Pablito. Mi abuela dice que si lo empapas en el aceite está riquísimo.

-        Mi padre, igual.- asintió Lolo.

-        ¡Mira còmo pringa, Luisa! ¡Estruja el pan contra el plato!¡ Hala, como lo unta de grasa!

-        Todos los días hace lo mismo, Lolo.

-        Se está poniendo las botas.

-        Ya casi se lo ha comido. Ahora le falta lo que cruje en la boca. ¡Mira como lo baña de aceite!¡ Mira, Pablito, mira Luisa!

-        Jo, no he comido nunca ninguno.

-        Ni yo.

-        Yo tampoco- dijo entristecido Pablito.

-        Mirad, ya ha terminado.

-        Ya no pide más.

-        Entonces es hora de irse, Lolo. Pablito, nos tenemos que ir.

-        Sì.

-        Hasta mañana.

-        Adiòs, Luisa. Adiòs, Pablito.

-        Mañana quedamos aquí a la misma hora,¿no?

-        Sì, todos los dias hace lo mismo.

-        Hasta mañana, chicos.

-        Adiós.

-        Adiós.

 

domingo, 27 de diciembre de 2020

Lulú des charnes blondes

 


“Mira el Angelito, seguro que piensa en la franchute, la prima de tu novia”, le decía Brutus  a Varguitas con aire socarrón, al verle a este recostado en uno de los bancos de la plaza, cerca del jardín circular de tulipanes que rodeaba un pequeño surtidor de agua. Después proseguía con sus puños e intentaba golpear el torso de Varguitas, casi acorralado delante de una pared, pero no lo conseguía, dado que este era tan escurridizo como una anguila y hacía asombrosas fintas para esquivarlo.

En realidad, Brutus lo hacía por impresionar a Ágata, la chica de las piernas interminables y mirada felina, pero ésta, en cambio, le desplegaba a Ángel todos sus encantos. Más de una vez pensó que un par de alas le harían honor a su nombre; en cuanto al resto, sus miradas se perdían en el tono seráfico de su voz, en los cabellos rizados y blondos, en la blancura casi celestial de sus manos; pero sabía que el corazón de éste pertenecía a Lulú, la joven francesa que lo hacía levitar cada vez que aparecía en compañía de Anahí con sus vestidos blancos, largos hasta los pies, que unido a sus cabellos rubios, le daban un aspecto de virgen de barrio, casi una divinidad. Y es que cuando se acercaba, rodeando el pequeño jardín de los tulipanes con los vuelos bajos de su falda, miles de suspiros suyos se elevaban como pañuelos de papel, perdiéndose entre las nubes; y que decir del pequeño surtidor de agua, del cual emanaban unos arcos de plata que se hacían aún mas amplios a su paso, como si fueran la bienvenida de una princesa.  “Lulú des Charnes Blondes”, decía para si Angel, antes de que llegara a sentarse en el banco el ser alado francés. A partir de ese momento, él solía escuchar su castellano afrancesado con los ojos abiertos como reflectores, comprobando que todas y cada una de las palabras que decía eran reales.

Era por eso que Ágata decidía marcharse con aire altivo. Dado que no podía soportar ese amor no correspondido, le arrojaba alguna que otra mirada dura.  Su agradable contoneo de caderas desaparecía, y en ese momento Brutus, la maquina trituradora, se convertía en una masa espesa, repleta de grumos. Después le decía a Varguitas de marcharse a otro barrio, en busca de peleas para calmar su disgusto de alguna manera, pero este a menudo las rechazaba, pues prefería estar en los brazos de Anahí Tempestad, la depositaria de sus afectos.

Cuando esta llegaba en compañía de Lulú, Brutus, como de costumbre, continuaba entrenando sus puños con Varguitas, después de haberse recuperado un poco de la desaparición de Ágata. Esto enervaba a Anahí, que no dudaba en acercarse al fortachón y decirle cuatro cosas, usando su apellido de Tempestad. Entonces ahí acababa la cosa y Brutus se marchaba, farfullando entre dientes. Y es que Anahí era un puño de hierro en un guante de terciopelo, la inusitada mezcla del temperamento y la dulzura. Era eso lo que atraía a Varguitas, aparte de unos grandes ojos negros y los interminables rizos oscuros de sus cabellos, de los cuales emanaba su carácter, y un buen conocimiento sobre la psicología masculina. De estos, sabía que de un varón se consigue mas con una sonrisa y algo de severidad en la mirada;  que también deben dársele oportunas muestras de genio si no quiere que este ponga sus ojos en otra; pero que a veces hay que prodigarle cariños para así restituir el equilibrio de sus sentidos.


Y era eso lo que hacían Varguitas y  Anahí durante el resto de la tarde. Ella lo escuchaba sentada en el banco, con sus piernas cruzadas, mientras Varguitas no cesaba de mirarla de pie, con sus zapatos puestos sobre el banco, adoptando una actitud varonil que a veces no parecía corresponderle. Le decía cosas, soñaba en torno a sus días futuros, como que quería ser mayor a su lado, y también le cantaba alguna que otra canción, como esa que por aquellos tiempos estaba en boga, la de un tal Lorenzo Santamaría, que decía eso de “Si tu fueras mi mujer”. Después de un rato, desaparecían, dispuestos a perderse entre los callejones, llegando hasta las afueras del pueblo, y al lado del arroyo, bajo los pinos, se daban besos y arrumacos.

Era entonces cuando el angel y la divinidad se quedaban solos en el banco. Viéndolos a unos pasos, cualquiera diría que eran casi gemelos, pues compartían la misma blancura de sus cuerpos, los mismos gestos e incluso el mismo tono de voz. Solamente se podía apreciar una diferencia, y esta era que los rizos blondos de los cabellos de Ángel no coincidían en absoluto con la lisura de los de Lulú, Lulú des Charnes Blondes. Por lo demás, ambos tenían un torso en extremo níveo y delgado, del cual pendían unos brazos etéreos. En cuanto a sus piernas, ambos solían cruzarlas, y los dos lo hacían con entrenada desenvoltura: Angel lo hacía con maneras mas bien femeninas, elevándolas con mesura y sin dejar de mirarla a sus ojos, hasta que el lino de sus pantalones quedaba bien acomodado. Lulú des Charnes Blondes lo hacía después, con las piernas inmersas en la cálida habitación de su vestido, aunque lo hacía de manera mas uniforme, hasta que quedaban una encima de la otra y solo dejaba ver pendiendo sus sandalias, sus pies patricios. 


A partir de ahí, se entregaban al dulce placer de la charla.  “A vosotgos, los espanioles, os gusta muchio hablag y estag en la calle” -le decía a Angel con su castellano afrancesado- pego no teneis la capacidad de escuchiag. Aunque tu si lo haces”. Y era verdad. Había que ver el rostro de Ángel, absorto en sus palabras, que le circundaban como si fuesen volutas de purpurina o polvo de estrellas. Estas hacían imposible una respuesta, pero procuraba seguir la conversación una vez que estas se hubieran difuminado del todo. “En París el cielo vale mas que la tierra”, decía Angel con voz de querubín, haciendo suya la frase de cierto literato argentino. Después seguían hablando, y en el transcurso de la tarde entrecruzaban sus manos, y las soltaban, y las volvían a entrecruzar. Al final, cuando ya el atardecer  se vestía de rojo escarlata, y de vivos violetas, y de amarillos y anaranjados que llegaban a teñir de cárdeno sus rostros, el banco en el que estaban sentados parecía convertirse en una especie de diván celeste, con reposabrazos a ambos lados en los que hubiesen tallado filigranas, y el jardín una especie de enorme nube circular de rojo intenso con  tulipanes esparcidos en derredor. Y que decir de los árboles de la plaza, que pasaban a ser columnas de fino y delicado mármol, también teñidas de los colores cálidos que a esa hora entregaba la naturaleza, acaso rescatados de algún Olimpo. Hasta que anochecía, se quedaban inmersos en su pequeño universo, entregados el uno y el otro a la dulce y mutua contemplación, y Ángel le prestaba sus alas, y Lulú des Charnes Blondes le entregaba los ojos marazulados e infinibellos, y el le cedía los rizos de sus cabellos, y ella le daba la divinidad de sus manos. 

Asi permanecían hasta la madrugada, cuando ya nadie quedaba en la plaza y la luz  amarillenta de alguna de las farolas doraba sus rostros. A escasos milímetros, ambos se susurraban paraísos. Después acercaban sus bocas y Angel le susurraba lo de Lulú,  con los labios contraídos en un óvalo de placer, a modo de preludio de un beso.  Des Charnes Blondes, decía ella, al tiempo que circundaba sus labios, cada uno de sus repliegues cutáneos, hasta entregárselos por completo. A partir de ahí, los dos se fundían en una especie de vaho blanco, casi etéreo, y el ángel y la divinidad se elevaban en pos del manto azul de la noche, hasta perderse entre las estrellas, en alguno de los coros angélicos que hay en el universo


La selva

 


La selva debe ser grande. Se ha oído un graznido lejano.Por lo demás, la espesura impide que llegue la luz al suelo. Se diría que nadie ha estado aquí desde el principio de los tiempos. A través de la densa maraña de arbustos que arañan el rostro, avanzamos por esta selva montana, en hilera y casi pegados el uno al otro.De vz en cuando se oye algún que otro ruido extraño, sordo.


Desde hace tres horas apenas hablamos.A todos nos atraviesa la incertidumbre.Solo vinimos cinco en este día nublado.. Los otros seis se quedaron.”Ahí viven fieras y malos espíritus”, dijeron los demás.


Vamos Raúl, Teresa, Juana y yo. Y el indígena, detrás de todos. Algunas veces me parece no verlo.


Aunque la subida todavía no se hace empinada, de vez en cuando hay algunos repechos.


Se oye un ruido sordo.

Habrá sido alguna piedra, seguro- dice Juana.


Bajamos, y en el descenso nos cogemos de la mano,Unos a otos nos damos indicaciones para bajar.”Más a la izquierda, un poco a la derecha”,les digo yo, que voy el primero, con la intención de avisarles.Cuando ya estamos abajo, Teresa propone que nos contemos en voz alta.Lo hacemos todos.


Salvo Raúl.

Ha desaparecido-, les digo.

¿Estás seguro?- me pregunta Juana.


Asiento. Un fuerte aire ha empezado a levantarse.

-Pero tenemos que continuar- les digo a todos, y a medida que subimos, el follaje nos obliga a desviarnos a derecha e izquierda continuamente, desde hace casi tres horas.Avanzamos y retrocedemos.Asi pasa por no conocer estas tierras y aventurarse a lo desconocido.Se nos ocurrió en mala hora.


-Nos dijeron que llegaríamos en tres horas, y esas ya pasaron-comenta Teresa.Como si habitasen fantasmas.Si, eso es, seguro.Es el mal espíritu de estas selvas, que nos hace recorrer el mismo camino una y otra vez.


Vuelvo la vista atrás. Veo a todo, salvo al indígena. Entre los arbustos, su cuerpo aparece y desaparece.


No. No es asunto de perder los nervios, pero ahora el cielo de hollín ha abierto su vientre y despide truenos ensordecedores de un lado a otro del horizonte.En unos momentos, es la lluvia la que revuelve la selva, aparte de un viento que hace que hace que los árboles se zarandeen de un lugar a otro y bramen a lo largo de este ancho e inhóspito lugar.Alguno de los truenos ha estallado metálico. A continuación hemos oído un ruido hondo, cercano.


Ahora la fuerte lluvia humedece nuestros rostros.

Asustados, propongo que nos volvamos a contar.Es el miedo que nos hace acercarnos.

-Se la llevaron- comenta Juana.

-¿A Teresa?

-Si.

Nos miramos. Ninguno de nosotros se atreve a decir nada.En nuestros rostros empapados habita la desazón. Apuesto a que si por el indígena fuera,habriamos tomado el camino de vuelta hace rato.A decir verdad, apenas lo hemos visto en todo el trayecto.Algunas veces se siente su presencia y otras no.Pero a ver quien encuentra ahora la salida de este laberinto.Esto es tan extenso que nunca saldríamos de aquí.Juana también está asustada, aunque en sus ojos se revela la esperanza y el deseo de continuar.Por mi parte, pienso que deberíamos hacerlo; al fin y al cabo, nos lo dijeron: “Al otro lado de la selva está lo que buscan,pero nunca volvió ninguno de los que lo intentaron”.

Aun asi seguimos, a pesar de la lluvia.A Juana es a la que mas la cuesta subir por la ladera de esta selva montana.Lo hace unos metros detrás de mi, y a raíz de lo infortunado de la travesía,le pregunto de vez en cuando:”¿Juana, sigues ahí?”, le digo, y me responde,aunque a raíz del enérgico silbido del viento, me cuesta oír sus palabras, pero las oigo. En cuanto al indígena,apenas se oyen sus pasos.Da la impresión de ser uno de esos espectros evanescentes, como si el viento se lo llevase y después nos lo devolviera.


La lluvia nos ha empapado hasta la médula.La ropa mojada se adhiere al cuerpo.La frente, la nariz y la barbilla gotean.


Cuando parará de llover.

Si antes nos costaba avanzar, ahora aún más. La lluvia lo hace todo impracticable.A veces resbalamos, y otras,las enormes raíces de los árboles, casi contrafuertes que los sostienen, nos hacen tropezar.Porqué las haría la naturaleza así de grandes.Otras creemos que la lluvia lo va a inundar todo.Seguro.

-Juana, ¿sigues ahí?-vuelvo a preguntarle al cabo de un rato.

-Aquí, aquí- me contesta.

En cuanto al indígena, no habla. Parece que se lo hubiera llevado la selva,pero está con nosotros.Sigue subiendo, con ese medio cuerpo que aparece y desaparece por entre los arbustos.


Y el viento silba cada vez más, como si fuera a llevarse algún árbol.De vez en cuando se oye alguna que otra piedra que rueda para abajo.Y el ruido de algún animal que no acierto a clasificar.


Me asusto. Pienso que a Juana también podrían llevársela, en medio de un brusco silencio que ha cercenado la lluvia y el viento de un tajo.

-¿Juana?

No responde.

Vuelvo a insistir.

Se la llevaron.

Ahora sólo quedamos él y yo,Estamos en la parte alta,helados en medio de la niebla infinita que hace desaparecer la arboleda.Tras las brumas, siento que se acerca.Sus ojos aparecen y desaparecen.Tengo miedo. Continúa. Su mirada me paraliza.Palpito. Sudo,con sobresaltada respiración.En sus pupilas, mi terror.

-Es el último segundo, o o que te parezca mejor- dice.


Dave



Conozco a Dave desde mi juventud, y no ha cambiado desde entonces. Bueno, sí, con el pasar de los años se compró una casa como fruto de su trabajo en el taller de pintura donde pintaba su padre, Joey, un hombre que siempre decía que cada uno debe ser artista en su trabajo; y no era para menos, pues no ha habido nadie que retratara mejor las afueras de Harrisburg. También lo ha sido su hogar, una silenciosa casa con huerto a las afueras, - si exceptuamos los ladridos ocasionales de Sammy, su pequeño chihuahua -, que suele ser interrumpida a veces por alguna visita ocasional de algún vendedor a domicilio, o su madre, Kate, a la que ayuda en tantas cosas; cuando va a comprar a la tienda de Tom, o cuando tiene que ir al médico, o en los pequeños arreglos de la casa. Dave, sobre todo, es un buen tipo, y aunque con el resto de la gente es un tipo huidizo, conmigo siempre tiene palabras amables. Siempre me suele decir que tengo los ojos tan azules como el cielo de Harrisburg, pero a veces me dice también que debería comer más y solucionar esta extrema delgadez que viene a prolongarse con el tiempo. Por lo demás, Dave nunca se casó, pero tuvo algunas relaciones que una tras otra decidió romper, como lo fue el caso de Johannna, esa chica tan maja de Wisconsin que hizo lo imposible por retenerle a su lado. Y  a pesar de esa fuerte tendencia a huir y evitar el compromiso, Dave siempre ha tenido todas las virtudes para ser el mejor esposo: sincero hasta los limites, confiable y trabajador, muy trabajador, pues muchas veces me decía que se despertaba a medianoche para plasmar una idea que se le había ocurrido en algún sueño desvelado, con el propósito de mejorar alguno de los cuadros que suele pintar. Por lo demás, Dave, se acostumbró a su silencioso y desordenado hogar, y es por eso que en toda su vida no se movió de la ciudad; nunca fue a estudiar a Filadelfia, como hacían la mayoría de los estudiantes; a cambio se quedó a pintar cuadros en el Creative Center, ese taller en la que su padre era uno de los socios, y estando ahí, tampoco aceptó aquella oferta de trabajo para mudarse a Colorado, con un buen sueldo y alojamiento, pero eso sí, lejos de su familia, aunque el motivo real era la enemistad de su padre con el viejo Mac, con el que tenia viejas rencillas que con el paso de los años no se habían solucionado. 

Recuerdo aquel día en que le llamé. El estaba pasando el aspirador cuando sonó el teléfono, según me dijo. Cuando descolgó, se oyeron los ladridos de Sammy en señal de alegría, sabiendo que solía llamarle a esas horas. Dave apagó el aspirador, oí como dejaba el tubo extensible apoyado en la mesa del comedor, y se puso a responderme con su pequeño modelo portátil de color gris unifamiliar.

-Hola Dave. ¿Molesto? ¿No estarás haciendo algo?

Ah, Meg. Nada, estaba pasando el aspirador.

Hace un mes que no nos vemos, ni hablamos. ¿Todo bien?

Si, bueno, como siempre. 

Oye, ¿terminaste ya el cuadro ese que me enseñaste la última vez?

No, todavía no, pero falta poco.

Siempre me dices lo mismo. ¿Y el trabajo?

Sigo desempleado.

No te preocupes. Ya verás como pronto encuentras algo.

Sí, eso es lo que me gustaría.

Oye, se me ha ocurrido que esta tarde podríamos ir a pescar. El chico que pinta bien y la chica con los ojos tan azules como el cielo de Kansas ¿qué te parece?

Estaba a punto de decírtelo. Sí creo que me vendría bien. 

Tengo que hablarte de algo muy importante. Me paso por tu casa, ¿de acuerdo?

De acuerdo.

Hasta la tarde Dave siguió limpiando el comedor, y también el resto de las habitaciones. Por lo demás, dado que era sábado y no tenía que ir a comer a casa de su madre, al mediodía se hizo la comida. y se puso a calentar una sopa de sobre. De segundo, unas croquetas precocinadas, de las que Sammy comió algunas.


A la tarde me presenté en su casa con mi viejo utilitario, una furgoneta Phantom del 68. Cuando llegué, toqué el claxon y a los pocos minutos apareció Dave con los aparejos de pescar, mientras Sammy le seguía detrás.

- Hola. Hace buena tarde, ¿eh, Dave? Seguro que pescamos algo en Old Valley.

- Esperemos que si, Meg.

El camino hasta Old Valley no quedaba muy alejado. Tan solo había que coger la carretera 42, y desviarse después a la derecha, un poco más allá de un puente, bajo el que atravesaba un arroyo. Después aparcamos el coche y bajamos, caminando por el sendero que llevaba hasta el lago en medio del valle. Sammy echó a correr en un principio, pero cuando vio que dejó atrás a Dave y a Meg, volvió a caminar a nuestro lado. Una vez lo atravesamos, llegamos al claro donde se hallaba el lago y buscamos un sitio cercano a la orilla para poner la caña. Después Dave preparó las plomadas y la masa para pescar, que puso en el anzuelo. Por último hizo el lanzamiento.

Seguro que alguno pica hoy, ya verás- dijo Meg, con una sonrisa, mientras desplegaba su caña y la ponía junto a la orilla – Mira que estampa más bonita, la de esos patitos que siguen a su madre. Podrías pintarlo, ¿eh?

Sí, sería un cuadro precioso. Pero querías hablarme de algo, ¿verdad?

Si. Bueno, más bien quería hacerte una proposición, aprovechando que me han aceptado el traslado a Nueva York.

Dime.

Bueno, simplemente era que vinieras conmigo. Son ya tres años desempleado y sin visos de mejorar. ¿ Qué te parece, eh, Dave?

Si,, estaría bien, pero…

¿Pero que?

No, Meg, no. Aquí tengo mi casa, Meg, Aquí he crecido, ¿sabes? Y por otra parte pienso que si no se hacen las cosas de joven, de mayor, menos.

Venga, Dave, que te conozco bien. He visto cuadros tuyos maravillosos. Por mucha imaginación que yo tenga, sería incapaz de pintar cosas así. Tienes una mente prodigiosa, y además, los cambios siempre vienen con regalos bajo el brazo.

Eh, Meg, mira, la caña se mueve. Seguro que ha picado alguno.

¿Lo ves? ¿Qué te decía?

Dave tomó la caña, y comenzó a mover el carretel para traer el anzuelo hacia la orilla. En efecto, había picado un salmón. Era un ejemplar hermoso, de aspecto plateado brillante que se balanceaba en el aire, haciendo lo imposible por escapar. Intentó agarrarlo con las manos, pero el pez se le escurría una y otra vez. Al final lo dejó en la cesta, y volvió a tirar la caña, en espera de que picaran más.

Me da en la nariz, Meg, que vamos a llenar la cesta. Si cogemos más de cuatro, te prometo que me lo pensaré.

De acuerdo, Dave.

Dave volvió a tirar la caña, y al cabo de veinte minutos volvió a picar el siguiente. Y más tarde otro más. Estaba siendo una maravillosa tarde de pesca y Sammy se alegraba cada vez que picaba uno; comenzaba a saltar, y no hacía otra cosa que merodear cerca de los peces, casi relamiéndose, hasta que al poco desaparecía correteando por los alrededores, para al rato volver a venir. Por otra parte era una preciosa tarde de sol, y en el cielo cyan, unas nubes dibujaban formas dinámicas, lo cual animó a Meg a insistir sobre sus planes futuros, por lo que volvió a preguntar a Dave.

- Dave, no me lo has dicho.

- Que tienes los ojos tan azules como el cielo de Harrisburg.

- No, no es eso.

- Bueno, dame tiempo. Te contestaré dentro de unos días. No hace falta que lo haga ahora, ¿verdad?

- Dave, te conozco. Lo único que harás será retrasarlo. Eso es lo que siempre haces, posponer las decisiones.

- Necesito tiempo para pensarlo.

- ¿Qué es lo que tienes que pensar? Allí tendrás más oportunidades que aquí. Hay un montón de galerías donde podrías exponer tus cuadros y venderlos. Y más lugares para pescar. Y muchos sitios donde Sammy podría corretear y relacionarse con otros perros. Y lo más importante: estaríamos juntos.

Dave se quedó pensando durante un buen rato. Sin lugar a dudas, el traslado solo le iba a deparar buenas noticias, y todo iba a ir para mejor. Allí estaría junto con Meg, y además tendría un público más amplio que admiraría sus cuadros, y en cuanto a Sammy, seguro que se adaptaría.

Fue una buena tarde de pesca. Dave llenó la cesta de peces, y el cielo azul había mudado sus colores por otros violáceos, rojos y naranjas, casi como uno de esos cuadros que pintaba Dave. Se sintió satisfecho, y al final respondió.

Iré contigo, Meg.

No te arrepentirás, Dave, te lo aseguro.

Después recogieron los aparejos de pescar y emprendieron el camino de vuelta a casa. Dave se sentía bien, satisfecho de haber disfrutado y de por fin, haber tomado una buena decisión sobre su futuro. Por fin su vida iba a cambiar y podría estar junto a Meg. De vuelta a casa Dave se sentía alegre, y hacíamos planes futuros. Nos habíamos propuesto vivir con mi sueldo de profesora y los cuadros que pintaría Dave, y seguro que vendería mas de uno. Lo se bien, Dave tiene unas manos maravillosas y conseguiría hacerse con una buena clientela. 

Pero algunos kilómetros antes de llegar al puente  otro coche nos adelantó deprisa, dejando atrás una nube de polvo. Dave les maldecía, y justo en el puente, cuando ya era casi de noche, vieron unas luces encendidas que salían de la parte baja del arroyo. Al cabo de unos minutos llegó un coche patrulla con las luces rojas abriéndose paso en la oscuridad. Instantes después, también lo hizo una ambulancia. El coche había tenido un accidente. Momentos después llegaron la policía y el personal de la ambulancia, que hacían esfuerzos por sacar a las personas que estaban dentro del coche y socorrerlas. Dave paró el coche y se bajó a preguntar si podía echar una mano. Uno de los policías con sombrero y gafas negras le contestó que todo estaba bajo control y le invitó a que siguiera el camino. Desde cerca, Dave pudo ver que el coche estaba boca abajo, atravesado en medio del arroyo, con el motor encendido.

En vista de la negativa policial, Dave volvió a montarse en el coche, y en el camino de vuelta no dijo una sola palabra.

Al llegar a casa, Dave aparcó el coche. Sacó los peces y los aparejos de pescar, y le abrió la puerta a Sammy para que bajara. Entramos en casa, y lo primero que hicimos fue llevar los peces a la cocina y abrirnos un refresco para beber. Sammy también fue derecho a su recipiente, donde siempre tenía un poco de agua. Dave estaba satisfecho, aunque no de todo. Supuse que podría ser por el accidente, y era por ello que mientras freía los peces no se mostraba demasiado hablador y además no quitaba los ojos de la sartén. Cenamos, y al poco de fregar los platos, Dave vino con la cabeza baja y se sentó en el sofá.

No. No sé, Meg.

¿Qué es lo que no sabes? ¿Qué quieres decirme?

Que no sé si va a resultar.

Dave, por favor, me lo has prometido. Estaremos juntos.

Si, pero no soportaría que esto no funcionase. Me llevarían los demonios si te hiciera daño.

Pero Dave, debemos vivir el futuro. Debemos equivocarnos.

Reconozcámoslo, Meg. En realidad no me apetece mudarme a New York. Odio sus grandes avenidas, las aceras llenas de gente que no se conoce. Aquí todo es distinto. Además, no me imagino a Sammy en el asfalto de la gran ciudad.

Sé lo que te pasa, Dave.

¿El qué?

Que echarías de menos a tu madre.

Si,Meg – Dave rompió a llorar- Esa es la verdad. Creo que deberías irte a Nueva York solo tú y lo digo en serio. No va a funcionar. Estoy agotado y lo único  que me apetece es descansar. Hasta mañana, Meg – dijo, mientras se dirigía al dormitorio y se enjuagaba las lágrimas con la manga.

Dave me estas haciendo daño.

Lo sabía. Sabía que ocurriría- dijo, mientras se paró en la puerta del dormitorio, sin querer mirar del todo hacia atrás.

Me acerqué a él. Le abracé hasta que cesaron las lágrimas. Después hablamos durante toda la noche


 MUROS   Algunas veces lo hablamos, y aquel verano queríamos intentarlo. Lo de la distancia lo solucionábamos con llamadas de teléfono, ca...